Diciembre 12 |
Sábado, 13 de Diciembre de 2008 00:00 |
Jorge Lara Rivera Pausa. Dejando de lado la teoría –especulaciones sesudas en “La rama dorada” o desde “Mitológicas” y con “La diosa blanca”, de sabios que buscaron entender– uno que se ha vuelto exquisito y no quiere formar masa entre las muchedumbres que esta noche especial se dejan imantar por el potente símbolo, prefiere las altas horas, ya madrugada, para atender el secreto llamado de la Historia y acudir al núcleo ancestral de nuestra cultura popular. Avanzan los pasos bajo la nublazón cerrada (hace horas quedó atrás el espectáculo de la luna blanca flotando llena como una pantalla de papel de arroz, un disco de hielo o un ojo vigilante por el cielo azul profundo) que enfría más estas horas, frecuentemente desoladas –no esta noche, claro, en que bullen de fiesta las fachadas de las casas, muchas empenachadas de luces, de iconos y flores, y con música, y donde recorren más allá de la acera los abrigados viandantes con sus familias, llenando las calles adornadas (por la 69, a trechos a partir de la 32, y sin tregua desde la 42) con hileras de banderitas de plástico multicolores y del resplandor de fugaces antorchas, con cánticos y rezos. Por el camino la reflexión lleva a recordar que la jornada que apenas comienza se dedica anualmente a celebrar a una imagen que ha sido perdurable consuelo de antiguas razas conmocionadas por la injusta ruina de su cosmovisión, estandarte de la libertad en las horas cruciales de la gesta bicentenaria por la Independencia Nacional, ex voto fervorosamente guardado entre sus grandes sombreros por combatientes agraristas de la Revolución, símbolo de esperanza para los chiapanecos en armas, santo y seña de los paisanos braceros de Latinoamérica en el Norte ocupado. Un legado popular, incontrovertible. Remanente de otras eras por sus formas exaltadas de culto que dan presencia viva al remoto pasado preamericano, transfiguración de una fe antigua pero superviviente, la devoción guadalupana es raíz poderosa e identitaria electa por los mexicanos y ancla en la rememoración del amor por la tierra primigenia. Tonanzin, Cihuacóatl, Izpapálotl, Coatlicué. “¡Ay, de mí!, Llorona, Llorona,/ Llorona de azul celeste,/ aunque la vida me cueste, Llorona,/ no dejaré de quererte.” Tras más de cuatro siglos, “La Mujer que Viene de la Región de los Cactus como un Águila de Fuego” conserva intocada su facultad de escudo para esta férrea voluntad de perduración que sostiene a todos los abandonados y desposeídos a quienes la modernidad condena injustamente a existir al margen, a habitar la invisibilidad social y desaparecer en la exclusión economicista; pero también a los que precisan fuerza suplementaria para encarar el horror, la adversidad. Pese al lucro que de ella ha hecho un clero demasiado apegado a las prendas terrenales y ese manoseo mercadotécnico de las televisoras, la devoción popular hacia Guadalupe transmitida por sucesivas generaciones se las ha ingeniado para sobrevivir –incluso la sobreexposición que le infligió un Papa– y escabullírsele a los falsarios. John McCain sabe ahora lo que ese atributo significa. “¿No estoy Yo aquí, que soy tu Madre?, fue, según la tradición consignada en el Nican Mopohua, Su iluminada respuesta a las dudas de Juan Diego. “¿No estáis bajo Mi resguardo y amparo? ¿No soy Yo vida y salud?”. Sobre los destrozos dejados por el estallido de pólvora en el desbordamiento bárbaro del júbilo, los atropellados y desvalijados que reportara el noticiario, las rodillas sangrantes de los peregrinos que cumplen manda, el rosario de desagradables escenas (¡cuánta razón tuvo Octavio Paz!) que frisan la sugestión personal o la histeria colectiva, estar aquí, sin embargo, reconforta. Son las dos de la madrugada. A esta misma hora, por los cuatro rumbos del aire, de la montaña y el valle, del desierto y las islas, del llano, el pantanal y las comarcas, por la cañada, la selva y las costas, por mar y viento, desde los viejos polvorientos caminos, vienen llegando a los santuarios de México los creyentes. A la visión se abre ya el añoso templo de la Virgen de Guadalupe en el tradicional barrio de San Cristóbal, máximo santuario guadalupano de Yucatán. La presencia de la policía es ostensible –¡se ha visto tantas cosas este año! No tan congestionado pero colorido de fiesta el atrio. Y cómo no ha, uno, de conmoverse: gente que regala lo que no tiene, ofrece cobijas y alimentos a los peregrinos esparcidos por grupos en el embanquetado; el aroma que las flores rezuman se mezcla con el de carne asada y horchata; hay tamales y vaporcitos, arroz con leche, café; los juegos mecánicos y los feriantes siguen, por igual, encendidos. Dentro, hay gente congregada en cantidad considerable para llenar tres cuartos, bastante, tomando en cuenta que pasan de las dos y media en una noche fría, encapotada y con algún chispear de llovizna. Se alcanza a ver la llegada de tres grupos de antorchistas peregrinos y escuchar el regalo musical de un trío y unos jóvenes baladistas. A las puertas del templo alguien reza. “Santa María de Guadalupe, esperanza nuestra, salva a México y preserva nuestra fe”, resuena la jaculatoria coreada con energía por innúmeras y disímiles voces creyentes, como una certeza que da confianza a nuestros pueblos en este tiempo de jefecillos desalmados y horas de vacilación. También la pronuncio. Acompaña el retorno, cerca de las 3:15, el sonido de los cohetes que estallan proclamando que ésta no es una noche cualquiera.Por Esto! |
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