Feb 19 2009 |
|
Ricardo Monreal Avila
En Ciudad Juárez les dicen “cholos”. En Monterrey, “tapados”. En la Ciudad de México, “gandayas”. En todo México, ese adjetivo que exuda desprecio, discriminación y racismo social: “nacos”. Hoy, grupos de ellos toman las calles de algunas ciudades del Norte del país para protestar contra la presencia del Ejército en el combate al crimen organizado, “por el atropello de nuestros derechos humanos”, y exigen la salida de las tropas, el regreso a los cuarteles.
Apenas en diciembre pasado, en las colonias marginadas del Valle de México, como por ejemplo en los municipios de Atizapán, Cuautitlán, Ecatepec, Neza y Chalco, pandillas de 20 a 30 jóvenes, irrumpieron en los tianguis y calles donde se ubican los pequeños comercios de estas colonias. Al grito de “¡somos Zetas!”, saquearon, asaltaron y golpearon a los transeúntes, sembrando pánico y terror.
No cabe duda. El narcotráfico está abriendo un nuevo campo de batalla: la lucha callejera. Con estrategias y tácticas de contrainsurgencia. Con armas y técnicas de los levantamientos populares, como las barricadas. Con visiones y concepciones de las luchas populares, como las marchas y movilizaciones. Con despliegues de propaganda y contrapropaganda, de inteligencia y contrainteligencia. Con una estructura organizativa típica de los movimientos clandestinos: las “células”. Con un entrenamiento y disciplina similar a la de un ejército. Con mecanismos de financiamiento de los “bancos populares”. Con armas, dinero y jóvenes detrás. Tal pareciera que el narco ha encontrado en los jóvenes lumpen de las principales ciudades del país un caldo de cultivo para sus actividades criminales y un aliado social. Lo que nos faltaba, dirán en las altas esferas gubernamentales: narcos y nacos unidos.
“¿Cómo hemos llegado a esta barbarie?”, preguntó de manera pública Felipe Calderón con relación a la penetración del narcotráfico en la sociedad y en el gobierno. Es una pregunta que también nos hacemos muchos mexicanos cuando vemos el nivel de violencia y sadismo que caracteriza la guerra del narco. Es una pregunta que necesita una respuesta.
El promedio de edad de la mayor parte de los 20 mil muertos que reporta la guerra contra el narcotráfico en los últimos 8 años tiene entre 19 y 35 años de edad. Son jóvenes nacidos entre 1975 y 1990, cuando el país dejó de crecer, de generar empleos, de garantizar salarios remuneradores, de invertir en educación y en salud como políticas de Estado, para convertirlas en políticas asistencialistas o de filantropía social.
Estos mexicanos nunca tuvieron un lugar en los esquemas macroeconómicos estabilizadores ni en los planes de “shock económicos” de esa época, diseñados para un país de 40 millones de habitantes, no de 60, 80, 90 o los más de 100 que ahora somos. No hubo lugar para ellos en la escuela, en la fábrica, en la oficina o en el centro de salud cuando enfermaban. Al final, no tuvieron lugar ni en sus hogares, cuando los tradicionales lazos solidarios de la clásica familia mexicana terminaron desintegrándose por las sucesivas crisis de ingresos y desempleo en su seno.
Esta generación de jóvenes lumpen ha tenido a la pandilla de la colonia por hogar, a la calle por escuela, a la cárcel por universidad, a la delincuencia por fuente de ingresos y a las drogas por sucedáneo de la realidad. Su contacto con las “instituciones del Estado” son, por el lado amable, los encuestadores del INEGI que miden su condición de desempleado y marginado crónico, o los activistas de los partidos y candidatos en campaña que se acuerdan de ellos cada vez que hay elecciones; por el lado rudo, las policías de todo tipo que les venden protección o los extorsionan.
Es la generación de la violencia, donde matar es un empleo, ir a la cárcel un simple “accidente de trabajo” y desafiar cotidianamente a la muerte es un tanático “motivo de orgullo”. Esta generación ha hecho de la violencia una apología y un entretenimiento. Así los socializó la tele y el cable. Pero también, un método para sobrevivir: el darwinismo social que impulsa una sociedad profundamente desigual e injusta, con frecuencia implica que la violencia sea el recurso extremo para calificar en la selección natural del más fuerte.
¿Qué hacer con esta generación de jóvenes lumpen? Hay quien plantea segregarlos aún más de la sociedad, confinarlos en cárceles inexpugnables o, de plano, exterminarlos. Es tal el agravio que infligen a la sociedad que no hay otra salida mejor que la pena de muerte. Es la “solución” que caracteriza a todos los gobiernos de derecha en cualquier parte del mundo. Contra el agravio social, el odio penal.
Otra posible solución, sin embargo, pasa por planteamientos opuestos. Más que escalar la actual guerra hasta alcanzar niveles de genocidio entre mexicanos, deberíamos diseñar una amnistía social y económica que expropie al narcotráfico sus bases sociales de apoyo (específicamente, campesinos pobres y jóvenes lumpen urbanos). Más que criminalizar a consumidores y adictos, hay que encarcelar barones, capos y distribuidores. Más que segregar a los jóvenes marginados en cárceles de todo tipo, hay que integrarlos a la sociedad con trabajo y educación. Antes de tratar de exterminarlos con probadas políticas de seguridad fallidas, hay que darles la oportunidad de un nuevo espacio en la sociedad. Antes de odiarlos, hay que explicarlos. Amnistía, no guerra. Integración, no segregación. Mejor vida, no peor muerte. Conciliación, no odio, es lo que necesitan estos jóvenes “nacos” que ahora el narco recluta… Y es también lo que necesita todo México. ricardo_monreal_avila@yahoo.com.mx
Por Esto!
No hay comentarios:
Publicar un comentario