Muertas, desaparecidas, raptadas, violadas… en territorio narco
MARCELA TURATI
En amplias zonas del norte del país, en particular aquellas donde el narcotráfico domina, las mujeres son víctimas de una violencia crecientemente brutal. Secuestros, desapariciones, violaciones, asesinatos, son cosas de todos los días, saldo inevitable de una guerra en las que las mujeres, como en los viejos tiempos revolucionarios, son una especie de botín para uno u otro bando. Ni el Ejecutivo federal ni los gobiernos de Chihuahua, Coahuila y Durango han mostrado tener entre sus prioridades el asunto.
Tiene un arete en la nariz, luce aretes largos y lleva la falda del uniforme de la secundaria enbastillada hasta convertirla en una coqueta minifalda. Cumplió 16 años y era aficionada de los bailes hasta que le entró el miedo de "gustarle" a algún empistolado y de ser secuestrada y violada, como ha escuchado que le ocurrió a otras muchachas.
"Ya nadie sale a la calle, en cualquier momento te pueden agarrar y te llevan a 'trabajar' o te hacen cualquier cosa. Eso pasa porque nos ven que somos mujeres, porque a cualquier muchacha que les gusta se la llevan, y a veces amanecen muertas o regresan traumadas", explica la adolescente, entrevistada en su salón de clase.
Cuando se le pregunta quién les hace eso, como respuesta alza los hombros. No dice más. Otra compañera del salón, con aretes grandes en forma de estrella y pulsera de Kitty, completa la información: "Ellos las agarran y se las llevan, las violan, ya ni las entregan. A veces sí, a veces no. A mí no me ha pasado nada porque mis primos me cuidan cuando salgo". Entonces la primera estudiante agrega: "Más que nada los papás nos dicen que ya no sálgamos". Las amigas que escuchan la conversación asienten.
Las jóvenes estudian tercero de secundaria en la escuela Lázaro Cárdenas, de Torreón, Coahuila, y viven en las colonias La Durangueña y Cerro de la Cruz, al poniente de la ciudad: precisamente la zona montañosa que se disputan la gente de Los Zetas y la de El Chapo, y a donde a veces el Ejército despliega operativos en busca de drogas.
"Hubo una muchachita de unos 17 años que se la levantaron un sábado y la devolvieron un martes. Cuando apareció la dejaron desnuda en La Unión, loca. Ni ella ni su familia dijeron nada, no pusieron denuncia, a como están las cosas uno prefiere no enterarse", narró otra vecina, una joven que trabaja en el Museo Casa del Cerro, ubicado en el epicentro de la lucha entre cárteles.
Por esas narraciones parece que viven lo que sus abuelas vivieron en tiempos de la Revolución, en esos mismos cerros: cada vez que llegaban los hombres empistolados, las mujeres corrían a esconderse en sus casas; los papás ponían trancas en la puerta y vivían con el miedo de que alguna de sus hijas se le antojara a esa gente.
Las mismas pesadillas que narran las mujeres de Torreón y las de Gómez Palacio (Durango) las comparten otras en varios pueblos y ciudades en Chihuahua y Baja California.
Feministas, académicas, médicas y funcionarias están detectando que en las zonas disputadas por los cárteles y por el Ejército no sólo han aumentado las extorsiones, los secuestros, robos, levantones, tiroteos o asesinatos. Debajo del estruendo general de la narcoviolencia se presentan otras modalidades de violencia contra las mujeres, más ocultas, menos ruidosas, casi imperceptibles y poco denunciadas: ocurren violaciones sexuales y asesinatos cometidos con la saña del crimen organizado, además de que repuntan las listas de desaparecidas.
En esas zonas las mujeres la están pasando especialmente mal. Dicen que son "botín de guerra".
"Sabemos de algunas muchachas que estaban en las calles –dos en la ciudad de Chihuahua, una en Cuauhtémoc y dos de Madera (en la Sierra Tarahumara)–, a las que levantan muchachos jóvenes, en buenas camionetas cerradas tipo Explorer, bien vestidos, armados. Las llevan a un despoblado, las violan entre todos y las tiran. No sabemos si son sicarios o simples bandas", dice un activista chihuahuense que trabaja en la zona serrana y pide el anonimato: "Si dice quién le dijo esto vienen y nos matan".
Uno de los casos que relata fue cometido por sicarios enrolados en un cártel, y la víctima del abuso sexual los conocía. Otro caso terminó en mutilación, como castigo porque ella se atrevió a poner una denuncia ante las autoridades. En uno más, la mujer secuestrada fue llevada a otro estado y es obligada a vender droga.
Este activista no es el único enterado de este tipo de hechos aún sin registro. En Chihuahua, el Centro de Derechos Humanos de las Mujeres, presidido por Luz Estela Castro –una conocida activista en el tema de los feminicidios de Ciudad Juárez–, también ha recibido noticias sobre víctimas de violaciones sexuales tumultuarias, ya sea porque algún familiar lo narró, porque ellas acudieron a hacerse pruebas de enfermedades de transmisión sexual o bien pidieron informes sobre la interrupción del embarazo.
publicado en Proceso
Tiene un arete en la nariz, luce aretes largos y lleva la falda del uniforme de la secundaria enbastillada hasta convertirla en una coqueta minifalda. Cumplió 16 años y era aficionada de los bailes hasta que le entró el miedo de "gustarle" a algún empistolado y de ser secuestrada y violada, como ha escuchado que le ocurrió a otras muchachas.
"Ya nadie sale a la calle, en cualquier momento te pueden agarrar y te llevan a 'trabajar' o te hacen cualquier cosa. Eso pasa porque nos ven que somos mujeres, porque a cualquier muchacha que les gusta se la llevan, y a veces amanecen muertas o regresan traumadas", explica la adolescente, entrevistada en su salón de clase.
Cuando se le pregunta quién les hace eso, como respuesta alza los hombros. No dice más. Otra compañera del salón, con aretes grandes en forma de estrella y pulsera de Kitty, completa la información: "Ellos las agarran y se las llevan, las violan, ya ni las entregan. A veces sí, a veces no. A mí no me ha pasado nada porque mis primos me cuidan cuando salgo". Entonces la primera estudiante agrega: "Más que nada los papás nos dicen que ya no sálgamos". Las amigas que escuchan la conversación asienten.
Las jóvenes estudian tercero de secundaria en la escuela Lázaro Cárdenas, de Torreón, Coahuila, y viven en las colonias La Durangueña y Cerro de la Cruz, al poniente de la ciudad: precisamente la zona montañosa que se disputan la gente de Los Zetas y la de El Chapo, y a donde a veces el Ejército despliega operativos en busca de drogas.
"Hubo una muchachita de unos 17 años que se la levantaron un sábado y la devolvieron un martes. Cuando apareció la dejaron desnuda en La Unión, loca. Ni ella ni su familia dijeron nada, no pusieron denuncia, a como están las cosas uno prefiere no enterarse", narró otra vecina, una joven que trabaja en el Museo Casa del Cerro, ubicado en el epicentro de la lucha entre cárteles.
Por esas narraciones parece que viven lo que sus abuelas vivieron en tiempos de la Revolución, en esos mismos cerros: cada vez que llegaban los hombres empistolados, las mujeres corrían a esconderse en sus casas; los papás ponían trancas en la puerta y vivían con el miedo de que alguna de sus hijas se le antojara a esa gente.
Las mismas pesadillas que narran las mujeres de Torreón y las de Gómez Palacio (Durango) las comparten otras en varios pueblos y ciudades en Chihuahua y Baja California.
Feministas, académicas, médicas y funcionarias están detectando que en las zonas disputadas por los cárteles y por el Ejército no sólo han aumentado las extorsiones, los secuestros, robos, levantones, tiroteos o asesinatos. Debajo del estruendo general de la narcoviolencia se presentan otras modalidades de violencia contra las mujeres, más ocultas, menos ruidosas, casi imperceptibles y poco denunciadas: ocurren violaciones sexuales y asesinatos cometidos con la saña del crimen organizado, además de que repuntan las listas de desaparecidas.
En esas zonas las mujeres la están pasando especialmente mal. Dicen que son "botín de guerra".
"Sabemos de algunas muchachas que estaban en las calles –dos en la ciudad de Chihuahua, una en Cuauhtémoc y dos de Madera (en la Sierra Tarahumara)–, a las que levantan muchachos jóvenes, en buenas camionetas cerradas tipo Explorer, bien vestidos, armados. Las llevan a un despoblado, las violan entre todos y las tiran. No sabemos si son sicarios o simples bandas", dice un activista chihuahuense que trabaja en la zona serrana y pide el anonimato: "Si dice quién le dijo esto vienen y nos matan".
Uno de los casos que relata fue cometido por sicarios enrolados en un cártel, y la víctima del abuso sexual los conocía. Otro caso terminó en mutilación, como castigo porque ella se atrevió a poner una denuncia ante las autoridades. En uno más, la mujer secuestrada fue llevada a otro estado y es obligada a vender droga.
Este activista no es el único enterado de este tipo de hechos aún sin registro. En Chihuahua, el Centro de Derechos Humanos de las Mujeres, presidido por Luz Estela Castro –una conocida activista en el tema de los feminicidios de Ciudad Juárez–, también ha recibido noticias sobre víctimas de violaciones sexuales tumultuarias, ya sea porque algún familiar lo narró, porque ellas acudieron a hacerse pruebas de enfermedades de transmisión sexual o bien pidieron informes sobre la interrupción del embarazo.
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